Hoy, 27 de enero, es el Día del Holocausto. Me sumo sinceramente al homenaje a las víctimas de aquella tragedia. Y lo hago con el mismo sentimiento que pido detener el holocausto del pueblo palestino.
Como periodista, mi tributo siempre es un artículo. Esta vez reproduzco uno que escribí para la Agence France Presse (AFP) en 2005 cuando se cumplieron 60 años del episodio que dio origen a la recordación: la liberación de los pocos sobrevivientes de Auschwitz en 1945 por el Ejército Soviético.
«Mámelu, ¿por qué tienes ese número?»
Buenos Aires, enero de 2005.- «Mámelu, ¿por qué tienes ese número?, ¿no se borra?», preguntó la niña a su abuela, Regina Kenigstein, una sobreviviente judía del campo de exterminio nazi de Auschwitz que tiene «A-13885» tatuado en el antebrazo y a quien, 60 años después, aún se le anuda la garganta cuando habla del tema.
«Me dice Mámelu, porque así me llama mi hijo», explica esa abuela, de 76 años, en una entrevista con la AFP en la Asociación Israelita de Sobrevivientes de la Persecución Nazi ‘Sherit Hapleita’ (Lo que queda), en Buenos Aires.
Junto a ella están Julio Pitluk (83), con un indeleble «171.844» de Auschwitz en la piel, y Etka Gertler de Ursztein (81), quien se salvó de que la marcaran así pero no de varios meses en ése y otros campos de concentración.
Los tres eran adolescentes en setiembre de 1939 cuando la Alemania nazi invadió su país, Polonia, y luego estalló la Segunda Guerra Mundial; a los tres los recuerdos les dibujan el horror en las miradas aún hoy, cuando la vida ya logra hacerlos sonreír hablando de sus nietos.
Regina tenía 12 años cuando empezó a trabajar forzada para los ocupantes alemanes, y bien pudo ser uno de los quedaron en el camino del contingente que fue obligado a marchar a pie seis noches y seis días desde Lublin hasta Auschwitz, tres años después.
Estuvo confinada ocho meses en el campo anexo de Birkenau, donde un día fue testigo, a través de un portón abierto, del envenenamiento con gas y posterior cremación de un grupo de personas provenientes de Lodz.
Aterrorizada, se fugó cavando un hueco debajo de una alambrada electrificada y apareció en un hospital para no judíos, donde fue ocultada dos días por una enfermera, hasta que pudo colarse en un tren con carga humana.
Tuvo la suerte de ir a parar a una fábrica de municiones, donde le dieron ropa, mejor comida e instrucción laboral, y pudo llegar viva al momento de la liberación, unos meses después.
En 1940 Julio o Judel, su nombre original, vivía en Bialystok, recluido en el gueto, después de haber visto la destrucción con bombas incendiarias de la sinagoga con gente adentro y crímenes cotidianos.
Con cierta habilidad laboral como pasaporte, lo mandaron sucesivamente a Grodno (ahora en Bielorrusia), a Danzig y, el 3 de enero de 1944, a Auschwitz, donde lo derivaron al sector fabril llamado Buna.
«El 18 de enero 1945, nos hicieron marchar a Buchenwald y cada día fusilaban a los enfermos, a los que se retrasaban. El 7 de mayo de 1945, a eso de las diez, después de los fusilamientos del día, nos liberaron los americanos. Yo tenía 21 años», recuerda.
Julio dice que relata aquellos acontecimientos terribles casi como si fuera una película, en cambio, su esposa Zulema, otra sobreviviente del Holocausto, aún hoy se quiebra apenas empieza a contar.
Etka Gertler tenía 15 años y vivía en Lodz, segunda ciudad polaca, con sus padres, una hermana de 13 y un hermano de 10, cuando llegaron los alemanes y los confinaron en un gueto junto con otras 165.000 personas.
«A los cinco días sacaron gente para trabajar y mi papá ya no pudo volver. A mi hermanito lo hacían recoger cadáveres con una carretilla», relata.
Cuatro años después, toda la familia fue despachada para Auschwitz, en vagones de carga atestados de prisioneros, muchos de los cuales murieron en el viaje de cinco días sin agua ni comida.
Como no había lugar en las barracas, los nuevos estuvieron cuatro meses al aire libre.
En cierto momento, las mujeres fueron separadas del hermano menor, del que nunca más supieron, y finalmente despachadas a Stutthoff, «que era peor: chimeneas (crematorios) funcionando las 24 horas», asegura Etka.
Después de nueve meses, y con los aliados aproximándose, 4.500 prisioneros fueron llevados al barco Cap Arcona, donde estuvieron siete días en el mar encerrados en las bodegas, entre muertos y suciedad.
Como empezó a entrar agua, las tres se arriesgaron a subir a la cubierta con algunos grupos y comprobaron que la nave estaba abandonada y próxima a hundirse, lo que ocurrió el 3 de mayo de 1945, minutos después de que ellas y unas pocas decenas de personas fueran rescatadas por helicópteros ingleses.
Etka grabó su testimonio para el cineasta Steven Spielberg, y cuenta que el broche de la entrevista lo puso su nieta de cinco años que pidió hablar a la cámara: «Que el mundo nunca más tenga que pasar por lo que sufrió mi abuela», fue el mensaje.
Raúl Queimaliños
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